Estructuras de diálogo
Pau Waelder
En 2003, el curador y crítico de arte cubano Gerardo Mosquera se refería al panorama artístico latinoamericano en estos términos: “Uno de los problemas que hemos tenido en
América Latina, y en casi todo el mundo periférico, es que parece mantenerse la estructura colonial en que todos se comunicaban con sus metrópolis y no había comunicación a nivel horizontal –entre ellos–. Ahora, la legitimación y la circulación se busca en Nueva York, Los Ángeles o Londres; sin embargo, es necesario establecer circuitos de legitimación, difusión y de discusión entre nuestros países” [i]. Los conceptos de “mundo periférico” y “estructura colonial” me recuerdan la impresión que tuve de las conversaciones con artistas y críticos durante mi reciente visita a Santiago de Chile en enero de 2007. Imperaba en aquellas voces un cierto lamento por encontrarse en un lugar “alejado”, del que era -en opinión de algunos- “difícil salir”, si bien un considerable porcentaje de los artistas y curadores que tuve ocasión de conocer habían viajado (y viajaban) numerosas veces a Europa y Estados Unidos, además por supuesto de desplazarse a otros países del cono sur. Tales concepciones me sorprendieron, dado que mi visión de Chile no era en modo alguno la de un país “periférico”, y por otra parte el colonialismo me parecía cuestión de un pasado muy remoto.
No obstante, y en el campo mismo del arte, la historia de los últimos 60 años nos habla de una política de colonialismo cultural que ha hecho de América Latina la entusiasta receptora de las muestras itinerantes del más insigne arte europeo, como nos recuerdan Andrés Duprat y Justo Pastor Mellado: “la historia de las vanguardias en nuestro suelo no sería más que el relato de su expansión, siguiendo la lógica inscriptiva que cada puerto emblemático habilitaría” [ii]. A esta importación cultural temporal, de regusto misionero, se sumó la implantación de una política neo-liberal que redujo los presupuestos públicos y con ellos las posibilidades de desarrollo del panorama artístico, un hecho que también fue denunciado por estos dos autores: “Hoy, los museos y centros culturales públicos no cuentan en general con un presupuesto para desarrollar acciones, apenas pueden mantener la infraestructura edilicia y pagar los salarios de los empleados” [iii]. Esta situación se ha ido transformando en los últimos años, por medio de bienales, ferias y otras propuestas destinadas a potenciar tanto la producción artística contemporánea latinoamericana como su visibilidad y el intercambio entre sedes emblemáticas que, lejos de pertenecer a una “periferia”, se van erigiendo en centros de atracción con entidad propia. Al respecto, Pastor Mellado recalcaba en el marco de la 5ª Bienal de Artes Visuales del Mercosur la necesidad (para el arte chileno, en este caso) de configurar una nueva visibilidad de la creación contemporánea: “En artes visuales, Chile debe recomponer la mirada histórica sobre las relaciones con los países vecinos. La política exterior del arte chileno debe poner en el centro de sus prioridades la recomposición de las relaciones con las escenas plásticas de los países del continente...”[iv]. Es pues en el encuentro inter pares, el diálogo establecido entre las escenas artísticas de los países vecinos, donde cabría ver el desarrollo sostenido de una producción contemporánea que no se deja llevar por una sumisión a los canales de distribución de las capitales del hemisferio norte. Ante el paisaje de un mundo globalizado, en el que la propia adscripción de los artistas y sus creaciones a una nación o territorio tiende a diluirse (como prueban notoriamente prácticas contemporáneas tales como el net art), la pervivencia de un modelo (post-) colonial resulta cada vez más absurda. Del mismo modo, se hace patente cómo la política cultural de las crecientes urbes se dirige hacia la creación de las estructuras necesarias para el mantenimiento de una oferta que les confiera el carácter de nuevas capitales del arte, estableciendo un rango de competencia que antes se creía reservado a unas pocas metrópolis y que en el momento presente tiende a la atomización del centro y la virtual desaparición de la periferia.
La adopción de una identidad tendente a lo global por parte del arte contemporáneo se encuentra a menudo contrapuesta a la necesidad de identidad propia de una escena local o regional. En relación a la escena mendocina, el crítico y curador Pablo Chiavazza señalaba recientemente la existencia de “una serie de dicotomías: lo contemporáneo, que es asociado a lo global y a un sentido de ruptura, se diferencia de lo tradicional, caracterizado como regionalista y académico”[v]. La defensa de un carácter local propio se convierte así en una postura refractaria a las influencias externas, o como lo expresa Pastor Mellado: “la nostalgia de una maternación plástica esencializante”[vi]. “La solución está en el destete”, continúa Mellado, es decir en el abandono de las subyugantes relaciones con el canon académico o las corrientes de un arte oficializado. A dicha postura se puede contraponer, como he señalado, un diálogo que considere de forma equitativa ambos interlocutores: las escenas artísticas santiaguina y mendocina, las prácticas de creación contemporánea y la tradición plástica sobre la que éstas se sustentan, la influencia de un medio local y la de aquello que podríamos definir como la noosfera.
El diálogo es por otra parte algo inherente al proceso de trabajo de los creadores contemporáneos, como nos recuerda Bernard Goy: “En la actualidad, para muchos artistas en todo el mundo, un ‘proyecto’ que implica la creación de una obra es algo más que un simple proyecto. Es un diálogo, una situación y una trayectoria, una búsqueda conjunta de soluciones, de medios. Es ante todo un encuentro, o mejor dicho, una serie de encuentros”[vii]. Dichos encuentros o diálogos se dan en varios niveles, desde el espectador frente a la obra, el artista frente al espacio que acoge su creación, la institución frente a la sociedad en la que se halla inserta, a la relación entre distintas identidades locales, con sus propias concepciones tanto de institución como de artista y obra. Discursos comparados propone pues la interacción de estas identidades, el encuentro de los discursos artísticos de los creadores que integran esta exposición: Isabel Montecinos, original de Valparaíso y residente en Santiago; Mariela Leal, mendocina residente en Santiago; Héctor Romero y María Forcada, mendocinos presentes en varias muestras dentro y fuera de Argentina. Todos ellos desarrollan un trabajo que parte de la asunción de una postura trashumante e híbrida, que se nutre tanto del universo personal de cada uno como de las influencias que reciben de los diferentes ámbitos por los que transitan. Sus prácticas se prestan así por efecto de esta muestra colectiva a ser comparadas, es decir puestas a la par, presentadas como iguales para describir sus relaciones, semejanzas y diferencias.
Entre las tendencias dominantes en el arte contemporáneo mendocino, Pablo Chiavazza distingue un “arte político contemporáneo” que “busca diversos caminos para introducir en los atiborrados espacios de representación una voz crítica que permita articular una mirada antihegemónica sobre los procesos sociales” [viii]. La obra de Isabel Montecinos entronca con esta práctica, en cuanto dirige su mirada hacia las relaciones entre los ciudadanos y las instituciones públicas, en particular en el aspecto de la ley. En todo proceso administrativo es icónica la figura del archivo, con su potencial narrativo y sus fantasmagorías kafkianas, que Montecinos adopta como eje central de su trabajo, tanto como documento del que extraer fragmentos textuales, como en su propia materialidad, como acumulación de infinitos estratos de papel ordenados crípticamente en anaqueles y librerías. La artista investiga en los archivos del Juzgado del Crimen de Santiago y extrae de ellos el material para sus instalaciones: telas bordadas con cartas de suicidio, fotografías de gruesos paquetes de expedientes numerados y dejados al olvido, una gráfica describiendo la acumulación de causas perdidas, dispuestos a menudo en un cuidadoso orden que recuerda al trabajo de Christian Boltanski. Todo ello comunica un acercamiento a la vez lúdico y melancólico sobre la forma en que la vida pierde sentido cuando es archivada como una causa. Antoni Muntadas se refería a su instalación The File Room, un archivo de casos de censura que más tarde se convirtió en una de la primeras obras de net art, como una “escultura social” [ix]: con ello quería destacar el carácter participativo de su proyecto, concebido como un volumen (de información) que tomaba forma a partir de las aportaciones de los usuarios. También en el caso de las piezas de Montecinos podemos recurrir a este término, puesto que presenta como una construcción plástica el amontonamiento de unos documentos que han generado los infortunios de las personas implicadas en ellos. La sociedad genera estas “formas” (digámoslo así), que la artista reinterpreta como objetos de una mirada estética, sin renunciar por ello a otorgarles pleno significado.
Mariela Leal pertenece a ese grupo de artistas que, en palabras de Justo Pastor Mellado “no han tenido que pedir permiso para revertir los procedimientos analíticos que permitieron el montaje de las instalaciones de los ochenta” [x]. Leal extiende los cuerpos fláccidos de sus inquietantes peluches por el espacio de la sala, a veces en grupos que aspiran perezosamente a erguirse, a veces comprimidos en cajas o habitáculos, o bien en fragmentos suspendidos en el aire que evocan una explosión silenciosa y crean un juego de sombras que hacen del plano vertical del muro un elemento compositivo más. Son esculturas porque las crea ella, mutaciones imposibles de la figura del oso de peluche, acabadas en suaves texturas de brocado con un intencionadamente neutro color crudo, pero cuentan con la seductora naturaleza del objeto encontrado, aquel que ya tiene asignado un papel en la sociedad, y que la artista pervierte con sabiduría. Liliana Porter afirma respecto a su obra que: “la estructura del arte es semejante a la de los chistes; ambas nos asaltan por sorpresa”. “En las obras”, prosigue “planteo el mismo proceso de invención que uno hace de chico con los muñecos. Uno sabe que son juguetes, pero al mismo tiempo sirven de metáfora de la realidad. Recurro al acto de voluntad con que uno dota de vida o personalidad a los objetos de la infancia” [xi]. Leal sabe que la reacción del espectador será la de dotar de vida a estos objetos inanimados, y explota dicha debilidad resaltando en sus cuerpos blanquecinos unos enormes ojos de colores, que devuelven la mirada del público y lo incitan a sentir ternura, compasión o incluso cierto temor ante sus formas derrotadas pero aún así potencialmente amenazantes. El peluche enlaza instintivamente con el mundo infantil, y despierta una serie de asociaciones profundas con lo más intimo. Mariela Leal refuerza también en ocasiones dicha asociación al sobredimensionar sus figuras, que adoptan un tamaño proporcional al de nuestra percepción como niños, o incluso más grande, siendo la exageración de la escala el recurso para generar en el espectador un sentimiento de amenaza. Algunos autores, como Ticio Escobar[xii], nos recuerdan al respecto el concepto freudiano de lo Unheimliche, lo siniestro de algo que es a la vez familiar y extraño. Por otra parte, las mutilaciones y deformidades a las que la artista somete a estos peluches no parecen afectarles, no hay rastros de violencia o sufrimiento sino una plácida existencia en la que se abandonan a los espacios que les son designados, arrinconados en una esquina, tirados en el suelo o comprimidos en un espacio asfixiante. Con este maltrato, la artista suscita también en nosotros un enterrado sentimiento de culpa por la manera en que usamos y abandonamos a nuestros inanimados compañeros de infancia, y que ahora reencontramos, en imperfectas reencarnaciones, convertidos, como afirma Marcela Römer, en “entidades de presencia acusadora” [xiii].
Si bien el muro ha participado siempre de la obra de arte, ya sea como soporte de la pieza en sí (lienzo, papel, fotografía, contrarrelieve, etcétera), superficie sobre la que ésta se desarrolla (pintura mural, mosaico, graffiti), elemento delimitador (las paredes de una sala que acoge una instalación) e incluso legitimador (las paredes que enmarcan el espacio interior de una galería o museo), en la obra de María Forcada se convierte de forma inédita en un elemento con voz propia. La artista interviene en el muro rescatándolo de su aparente mudez, resaltando con huellas e inscripciones aquellas partes en las que ha quedado constancia de su uso. Con ello otorga a la superficie que normalmente se abstrae como fondo neutro una cualidad discursiva inusitada, que se convierte en un diálogo con esta acción por medio del lenguaje secreto y abstracto de la mancha y el color. Esta práctica puede vincularse a la obra del artista francés Jacques Villeglé, quien en los años 50 y 60 elaboraba composiciones a partir de grandes afiches publicitarios, de los que arrancaba trozos que dejaban ver fragmentos de otros anuncios anteriores, robándose unos a otros su potencial comunicativo. Villeglé también otorgaba a la superficie receptora (el muro o el soporte del afiche) un valor expresivo, a la vez que le dotaba de una cierta vida, en el que las sucesivas capas de anuncios suponen una progresión cronológica, de forma análoga a los anillos del tronco de un árbol. Pero mientras el artista francés trabaja desde la sustracción, Forcada aplica la adición, acumulando en la otrora muda superficie elementos que la dotarán de significado. No se permite además ser tan explicita como Villeglé, ni como Yves Klein, quien también descubrió el potencial plástico de la huella del cuerpo a través de sus Antropometrías, sino que hace de su intervención un registro, una notación plástica que no pretende ser una imagen para contemplar, sino más bien un testimonio de la acción del ser humano en el espacio que lo rodea.
Héctor Romero recurre a la representación de los procesos físicos, a la manera de modelos de experimentación científica, para ofrecer una construcción plástica que lleva al espectador más allá de la mera contemplación pausada de aquello que ya conoce. Plantea una experiencia que cuestiona tanto los límites de la percepción como la naturaleza del propio objeto artístico, haciendo uso del lenguaje del prototipo y las formas geométricas esenciales, que revierten a las prácticas de un arte constructivista y cinético. En sus estructuras de contenido se encuentran las raíces mismas de la experiencia artística, en particular la percepción del objeto, tal como nos recuerda László Moholy-Nagy: “El efecto sensorio-reactivo (psicofísico) de los elementos sensorialmente perceptibles (color, tono, etcétera) constituye la base de nuestras relaciones con los objetos y con la expresión. Constituye también la base material del arte”[xiv] . Las piezas de Romero se sirven de las fluctuantes relaciones de la luz con el espacio para crear una imagen que se metamorfosea de forma continua y no resulta nunca unívoca, sino que depende de la experiencia subjetiva del espectador. La obra no se limita pues a ser la simple receptora de la mirada, sino que desarrolla un proceso interno que evoluciona según sus propias coordenadas, y es tarea del público fijar su atención en dicha evolución y someterse a sus indeterminaciones perceptivas. Esto crea una relación diferente entre la pieza y quien la observa, que resulta a la par dinámica e interdependiente. Así lo afirma el artista Jordi Pericot, representante del arte cinético español: “El espectador queda atado a la obra, ya sea por efectos ópticos o por los contenidos lúdicos de la misma. Y al no darle una obra definitiva permite que desarrolle su imaginación (...) Es decir, la obra de arte existe a partir de que el espectador la está contemplando; no en cuanto que está 'colgada de la pared'”[xv]. La obra se crea así a partir de su interacción con el público, e introduce de esta manera el vector tiempo en la ya existente relación entre espacio, forma y luz. Despojando a sus piezas de cualquier referente formal que encubra su esencialidad plástica, Romero efectúa una puesta a cero de concepciones previas que nos lleva a la experiencia de la percepción pura.
Isabel Montecinos, Mariela Leal, María Forcada y Héctor Romero sientan con Discursos comparados las estructuras de un diálogo que enlaza sus respectivas escenas artísticas, sus dispares pero complementarios procesos de trabajo, sus identidades y sus personales visiones de la creación artística. Desde la perspectiva de quien vive en el otro hemisferio del planeta, veo en su obra un compromiso pleno con la plástica contemporánea, que saben llevar más allá de los confines de sus lugares de origen, estableciendo nuevos caminos de una trashumancia que, ajena a circuitos de legitimación oficializada y a caducos criterios coloniales, resultará sin duda fructífera.
Pau Waelder
Julio, 2007
[i] Doriam Díaz, “’El arte es una inversión’. El curador cubano Gerardo Mosquera habla del panorama artístico centroamericano”, en La Nación (suplemento cultural “Áncora”), 16 de febrero de 2003.
[ii] Andrés Duprat y Justo Pastor Mellado, “Políticas de exposiciones y transferencias formales”, en Projet Cône Sud, catálogo de la exposición itinerante de los FRAC Île-de-France y FRAC Poitou-Charentes. París, FRAC Île-de-France, 2004, p. 17.
[iii] Andrés Duprat y Justo Pastor Mellado, op. cit., p. 20.
[iv] Justo Pastor Mellado, “Para una nueva visibilidad del arte chileno contemporáneo”, en La letra y el cuerpo. Envío chileno 5ª Bienal de Artes Visuales del Mercosur 2005. Santiago de Chile, Centro Cultural Palacio de la Moneda, 2006, p. 7.
5 Pablo Chiavazza, “Arte Contemporáneo en Mendoza. Entre la inmediatez banal y la puesta en duda de lo habitual”, en <http://www.artelog.com.ar/arte/archives/internacionales/>
6 Justo Pastor Mellado, “SMA (Sustituto de leche materna)”, catálogo de la exposición en ED Espacio de Arte y Diseño Contemporáneos, Mendoza, Noviembre de 2005.
[vii] Bernard Goy, “Cuando lo colectivo responde por lo singular”, en Projet Cône Sud, op. cit., p. 25.
[viii] Pablo Chiavazza, “Ideologías del arte contemporáneo mendocino”, en <http://www.artelog.com.ar/arte/archives/2007/04/las_ideologaas.html>
[ix] Antoni Muntadas, “Introductory notes to The File Room”, en The File Room <http://www.thefileroom.org/documents/Intro.html>
[x]Justo Pastor Mellado, “De la escultura a la instalación”, en La letra y el cuerpo, op. cit., p. 11.
[xi]Adriana Herrero, “Entrevista a Liliana Porter (extracto)”, en Arte al Día <http://www.artealdia.com/content/view/full/19747>
[xii] Ticio Escobar, “Calles cortadas” ...
[xiii] Marcela Römer, texto introductorio para la exposición Condeseo, MACRO Museo de Arte Contemporáneo, Rosario, 2006.
[xiv] László Moholy-Nagy, La nueva visión y reseña de un artista. Buenos Aires, Ediciones Infinito, 1972, p. 99
[xv] Citado por Inmaculada Julián, El arte cinético en España. Madrid, Ediciones Cátedra, 1986. p. 128.